El barco se movia violentamente agitado por la galerna que lo había atrapado en el medio del Atlántico. En el camarote del capitán se desarrollaba una escena dramática. Una mujer estaba dando a luz. Iluminada por la débil luz del barco, que iba y venía, los relámpagos que azotaban el oceáno daban a la escena un aspecto espectral. Las sábanas blancas ensangrentadas, las toallas del mismo color y el agua caliente de la palangana, ahora rosada, presagiaban una tragedia que, felizmente, no se consumó. La madre y el niño estaban bien.
Todo había empezado en La Habana Vieja. Allí la familia Orzán, inmigrantes provenientes de Galicia, tenía un colmado en una humilde casa de dos plantas, con la de arriba haciendo de vivienda. Los inicios habían sido duros pero la llegada de Celia, su primera hija, y el reciente embarazo de mamá Julia trajeron consigo un aumento de los clientes. Muchos de ellos eran españoles, y la mayoría gallegos. Parecía que la suerte de los Orzán iba a cambiar. Pero un día Julia llegó temprano del mercado para encontrarse a su marido entre los muslos sedosos y brillantes de la mulata que habían contratado .
Julia no se lo pensó dos veces. El negocio estaba a nombre del marido. Ella ya no tenía nada que hacer allí. Volvería a Galicia. A su aldea, donde había sido feliz, aunque pobre. Desoyendo las súplicas de Paco, su marido, cogió dinero de la caja-¡Me lo debes, aseguró furiosa!- y compro los pasajes, para ella y su hija, en el primer paquebote que zarpaba hacia Vigo.
Y allí acababa de nace su hijo. El capitán, emocionado, al saber la historia de labios de una Julia fatigada y débil le prometió que se encargaría de sufragar la educación del niño.
Celia llegó a su pueblo. Allí abrió una tienda de "Ultramarinos" que a la vez era tasca y bautizó al niño como Marino, en honor al capitán que había empezado a mandarle dinero.
Pasaron los años y Marino creció cuidado por su madre y hermana Celia. Julia nunca volvió a casarse y le hablaba frecuentemente al niño de aquel magnífico capitán al que le debía su educación. Decía que el niño no debía desaprovechar la ayuda de tan gentil caballero. Y Marino no lo hizo. Estudió en la escuela elemental y ganó una beca para estudiar interno, en la capital, el bachillerato. El dinero llegaba puntualmente pero, aunque Celia intentó ponerse en contacto con el capitan, varias veces, no pudo localizarlo.
La mujer lloró el día que el muchacho le dijo que querìa estudiar Naútica. Así lo hizo. Y volvió a resultar brillante. Al terminar la carrera fué contratado por la principal linea que transportaba pasajeros a América. Unos dias antes de zarpar tuvo que ir a Madrid para arreglar la documentación en la Naviera y aprovechó para visitar el archivo de la Marina Mercante y se enteró del lugar de procedencia del capitán.
Marino, luciendo su uniforme de oficial de la Mercante, se bajó en el apeadero indicado. La estación estaba desierta. Solo un carro de mulas estaba a su disposición. En él llegó a la dirección que le indicaron en Madrid. Llamó impaciente y un anciano le abrió. A preguntas de Marino su viejo semblante se ensombreció. Se puso un raído chaquetón, se calzó su boina y simpelemente ordenó. Sígame
Fueron cuesta arriba hasta llegar a la iglesia del pueblo. En una lápida figuraba el nombre del capitán. El anciano se echó a llorar y entre làgrimas le conto al muchacho que el capitán, su hermano, había sido asesinado en el puerto de Vigo al resistirse a un atraco. Entoncés Marino volvió a fijarse en la lápida y se quedó helado. La fecha de su muerte era la misma de la llegada del barco de su madre y su hermana, unos dias después de su propio nacimiento.
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