sábado, 5 de octubre de 2013

¡Soy Leónidas, Rey de Esparta!


File:Estatua ReyLeonidas-Esparta.jpg
Estatua de Leónidas, en el  Paso de Las Termópilas


Leónidas, el Rey, recorrió con la mirada aquellas filas. Desde un alto pudo ver la falange. Sus leales 300, formados codo con codo, esperaban sus órdenes. Estaban en el Paso de Las Termópilas. A un lado, las altísimas rocas. Y al otro el mar. La posición era perfecta para, con sus 300 leales guardias, retener el Paso el suficiente tiempo para que los politicastros y generalotes de La Hélade se pusieran de acuerdo para frenar a los persas. Aquellos cientos de miles de esclavos que, obedeciendo los caprichos de su rey, se les echaban encima. Pero ellos eran espartanos y obedecían a la ley. Una ley que le obligaba a él, a Leónidas, a mandar a sus hombres desde el frente. Aquella ley que su padre, quien había presumido de Rey, había traicionado llegado el momento —como se había enterado, Leónidas, en su período de entrenamiento, por su instructor— y salvador de su acobardado padre. Por eso, su instructor, se había preocupado por hacer de Leónidas un líder ejemplar. Y fue entonces cuando Leónidas salió de sus reflexiones —empujado por el ruido de los persas, al avanzar—. Leónidas se tomó sólo un momento para pensar en su reina, Gorgo —su amor eterno—. Después, mirando a sus hombres, hizo chocar su espada contra el escudo y gritó: ¡Soy Leónidas, Rey de Esparta! A lo que sus hombres respondieron tensando sus músculos y cerrando, aún más sus filas. Y lanzaron un grito de guerra que resonó por todo el paso y se extendió hacia la eternidad.


                                   

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