Pero estos recuerdos eran, cada vez más, borrosos. Como lo eran los que tenía de la Guerra Civil Española, reales o inventados. Ya no podía distinguirlos. Mientras intentaba levantarse un perro ¨le mordió¨la rodilla y le trasladó a la I Guerra Mundial, cuando fué herido. Pero no tanto como por Agnes, que le salvó la pierna pero -con su ruptura- le destrozó el corazón. Aquello no podía olvidarlo, ni con el Alzheimer. Aquel recuerdo le hacía sentir solo. Y no podía desahogarse. Sabía que Hoover, ese hijo de puta del FBI le había intervenido el teléfono. Además el alcohol no le ayudaba. Era presa de una depresión que lo había matado como escritor.
Renqueando se dirigió al armero. Se habían olvidado de cerrarlo. ¡ Allí estaba¡. Su arma de caza de dos cañones. Calmadamante lo cargó. Se apoyó, su rodilla le impedía sentarse, en un mueble especialmente diseñado para el autor, y apoyó el cañón doble del arma en su boca abierta.
Sus brazos fuertes y largos, fruto de su trabajo de boxeador en París, se extendieron-no sin dificultad, para llegar al gatillo. Extrañamente los recuerdos de Pamplona le asaltaron. Entonces tomó una decisión firme. Se sintió aplastado por la vida, nunca vencido. Y esa sensación le animó a apretar el gatillo. Así salió, Ernest, de la vida y entró en la leyenda
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