Me encontraba en el Barrio Alto lisboeta, recibiendo un caluroso día de verano, en un pequeño café que abría con el alba. Paladeaba mi café moruno mientras luchaba con el cuello almidonado de mi camisa que, auxiliado por la pajarita, comenzaba a incordiarme. Consulte la hora en mi reloj de bolsillo- por el simple placer de escuchar el click de la tapa al saltar el resorte-cuando, al levantar la vista la ví. Luchando por espantar la bruma del Tajo se despertaba mi dama, Lisboa, surcada por su amante azul que iba a morir bajo la vigilancia de los puentes. Olía a mar
Yo acababa de llegar de Sintra, de la casa señorial de unos amigos, donde, sin pajarita ni cuello duro, había intentado terminar mi novela. No hubo suerte. Y ahora me encontraba de nuevo en casa. Me lo recordaba la suave tristeza con la que una vieja canción surgía de las callejuelas desiertas, todavía.
Entonces comencé a caminar, cuesta abajo, pues en Lisboa, o caminas cuesta abajo o cuesta arriba. Todavía tenía unos dias de vacaciones antes de volver al ministerio y decidí callejear, callejear, callejear...
Cansado tomé el tranvía hasta Belem, donde el aroma de sus pastelerías pudo mas que mi régimen. Después me acerqué hasta la torre, donde se desarrollaba uno de los pasajes decisivos de mi obra, para ver si sus paredes me "hablaban". Volví a acariciar el rinoceronte, como manda la tradición, pero las musas no acudieron. Seguí mi camino hasta el barrio de La Baixa donde el bullicio arreciaba.
Decidí visitar las viejas librerías del Chiado donde gustaba de perderme, entre los fragantes puestos de flores, hasta que me tropecé con la terraza del café "A Brasileira" y, como los pasteles de Belem se estaban vengando por medio de la sed, paré a tomar un refresco. Me dejé caer sobre una silla y pedí una limonada. Solo éramos tres personas en el lugar. Una hermosa mujer con las manos mas finas, largas y elegantes que he visto jamás; un tipo flaco, con aspecto desaliñado y unos grandes anteojos; y yo.
Aquel tipo no paraba de llenar, compulsivamente, cuartillas con su letra. ¡Otro pobre hijo de las musas!. Pero en un momento dado paró de emborronar, pestañeó nerviosamente, me miró y llamó a un camarero de impoluta chaqueta blanca y relucientes zapatos. El mismo se acercó a mi y , señalando al míope, me dijo: El señor Pessoa quiere hablar con usted.
Y,entonces, lamentablemente, desperté.
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