domingo, 20 de septiembre de 2009

LOS VIEJOS CAMARADAS


Hace tiempo trabajé en la recepción de una residencia de ancianos, que luego se llamó “de la tercera edad” y luego “de mayores”. Cosas de lo políticamente correcto. El caso es que fue toda una experiencia. Allí se atesoraban vivencias increíbles, existencias largas llenas de acontecimientos y gentes interesantísimas. Unos alegres, otros enfadados, muchos solos, los mas, resignados.
De todas las historias que me contaron (la conserjería era un lugar privilegiado para ello) recuerdo mas vivamente la de Chema y Mateo. Eran dos ancianos que andaban siempre juntos, como si el resto de los residentes no existiera. Quizás por ello despertaran una cierta admiración y envidia por parte de sus compañeros. Aunque ellos eran de los más longevos.
Chema estaba más cerca de los noventa que de los ochenta. Delgado, enjuto, miope y con un clásico bastón que se había convertido en prolongación de su brazo. Proveniente de la clase media, era un adolescente cuando se proclamó la Segunda República . Recordaba vividamente el día que escuchó por primera vez a Jose Antonio Primo de Rivera por la radio. Enseguida se dio cuenta de que había encontrado su sitio. Se afilió a Falange Española. Entró en la universidad y, entre peleas y tiros, contempló la llegada de la Guerra Civil. Como tantos estudiantes se marchó al frente. Se hizo Alférez Provisional y se apuntó voluntario en la Legión. Herido en Asturias y el Frente de Madrid, el día de la victoria estaba en un hospital. Vio, con pesar, como los trepas traicionaban el mensaje de José Antonio y se entregaban a ese tipo bajito y gordito que nunca le cayó bien. Entonces dejó su puesto en Sindicatos y se fue a Rusia con la División Azul. Escapando un poco de todo y refugiándose entre los últimos falangistas puros. Herido otra vez y desilusionado volvió a España para colgar su camisa azul .Se casó, tuvo dos hijos y no volvió jamás a la política. Se jubiló en el mismo puesto que había tenido durante 40 años. Voluntariamente se internó en la residencia cuando murió su mujer.
Mateo era un poco mas joven que Chema. Tenía una forma física envidiable. De joven había sido estibador en un puerto del Cantábrico.
Siendo casi un niño acompañó a un amigo a una reunión de la CNT y allí encontró las respuestas que estaba buscando. La camaradería y la biblioteca le engancharon totalmente. Eran los tiempos de la República . Todo era posible y la lectura combinaba perfectamente con las algaradas contra los falangistas. La Organización lo mandó a Cataluña donde conoció a Orwell y a Durruti (“el mejor hombre que ha existido”, decía). Formó en su Columna al estallar la guerra. Participó en la colectivización de Aragón y en los sucesos de Mayo del 37. Se negó a someterse a la disciplina comunista y se libró de la muerte a manos de estos de milagro. Fué uno de los últimos en cruzar la frontera francesa. Internado en el infame campo de Argelès salió de allí para unirse a la Resistencia. Capturado y deportado al Campo de Mauthausen perdió entonces todo atisbo de fé en el ser humano. Al ser liberado se quedó en Francia donde se casó y crió a sus hijos. A la muerte de Franco, su mujer le convenció para volver. Sus hijos dejaron de hablarle por ello y cuando ella murió se internó en la residencia.
El caso es que estos dos tipos se conocieron e iniciaron, primero con desconfianza, una relación de quienes han visto mucho, demasiado. Luego pasaron a respetarse pues los dos habían mantenido posturas radicales pero limpias. Además habían combatido con honor. Y como sus experiencias eran parecidas, lejos de las de los otros residentes, comenzaron a frecuentarse. Hablaban de todo, menos de política: De fútbol, de mujeres, de cine, y eran la mejor pareja de mus de la residencia…Pero al final la nostalgia les podía y sacaban a los combatientes que llevaban dentro para acabar sus discusiones entre gritos de ¡fascista! Y ¡rojo!. Como el roce hace el cariño, acabaron siendo uña y carne. Era maravilloso verlos pasear por el jardín cuando el tiempo lo permitía discutiendo sobre los posibles resultados de la Batalla del Ebro, la competencia del Ejército Alemán, las intenciones de Franco o las piernas de Celia Gámez.
Un día el médico me mandó llamar una ambulancia para Mateo. Se lo llevaron y no regresó. Después del funeral ví a Chema salir del ascensor. Delgado, enjuto, miope y con su clásico bastón que se había convertido en prolongación de su brazo. Parecía todavía más viejo y lucía en su venerable testa la gorra marinera de Mateo. Se me acercó y con lágrimas en los ojos me susurró: Mi viejo camarada se ha ido. No supe que decirle. Lentamente se dio la vuelta y se dirigió al jardín. Esta vez iba solo.

NOTA.: Este relato es un pequeño homenaje a quienes , en la Guerra Civil, lucharon por una España mejor. Su bando no me importa.

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