El verano resistía, a duras penas, frente al avance del otoño. Comenzaba a perder esa batalla en los atardeceres de final de Agosto. Pero todavía resistía. Todavía las tardes eran calurosas, aunque - cada vez - más breves.
Pero a esa niña le daba igual. Lo que le interesaba, le apasionaba, era que la feria había llegado hasta ella. Y, con la feria, aquellos columpios de cadenas. Los columpios del tiovivo.
Con, apenas, diez años ya sentía su llamada.
Por eso insistió e insistió - cuando quería podía ser muy insistente - para que sus padres la llevaran a los columpios. Y lo consiguió.
Aquella tarde agosteña olía a garrapiñadas y a emoción. La emoción que se presentaba en forma de columpios. Una emoción trepidante y, a la vez, tranquilizadora, que la llamaba y la llamaba.
Nunca olvidaría aquella tarde. Una tarde en que su padre la había ayudado a subir al deseado columpio. Una tarde de música trepidante y de merienda prohibida. Un atardecer, al lado del mar, que la había hecho feliz. Feliz en su columpio de cadenas.
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