sábado, 16 de abril de 2011

Mil Caballos (II)

Pulsa aquí para leer la primera parte del relato


Entonces mandamos un mensajero para comunicar que habíamos encontrado la playa y que el camino estaba despejado. No se cuanto tiempo pasó. Recuerdo que la luna se ocultó en unos negros nubarrones y un viento del demonio se levantó, de repente. Entonces los oímos. Mil caballos, a duras penas controlados por algunos jinetes expertos, cuyos cascos hacían retumbar la tierra. Enseguida los vimos, en lo alto del camino que conducía a la playa. Apresuradamente nos subimos a las rocas, para evitar ser arrollados. Cuando llegaron  a la arena, algunos animales se internaron en el agua, desorientados, otros frenaron sobre sus propias patas y los mas comenzaron a dar vueltas, furiosamente, sobre si mismos. Los relinchos eran terribles. Toda la escena era un presagio de lo que iba a suceder, y aquellos nobles brutos parecían adivinarlo..
 Entonces reconocí a algunos compañeros del regimiento, que hacían las funciones e conductores de la manada. Presas del nerviosismo, ahítos de alcohol. Uno de ellos me dijo, gritando, entre aquel infernal ruido.
-¡Ha sido terrible Mike!. Casi no podemos controlarlos. Hemos arrollado a varios civiles en la Calle Principal. La gente se ha tenido que refugiar en sus casas. Los caballos están como locos. Creo que lo saben
-¿Que saben que?
- ¡Que tenemos que matarlos a todos!. Que Dios nos perdone.
No pude dar crédito a aquella orden. Aunque me la temía, en las últimas horas me había aferrado a la esperanza de que no llegaríamos a eso. Pero así era. Estaba helado, petrificado, cuando un veterano sargento me sacudió y me dijo, señalando a las alturas que rodeaban la playa.
-Mira. Tenemos que irnos. Démonos prisa.
 En lo alto, recortándose contra la noche , se estaba formado una hilera de compañeros que preparaban sus fusiles. Escalamos el terraplén febrilmente y justo antes de llegar al camino de la torre oímos la descarga. Nos dimos la vuelta y el espectáculo era demoníaco. Aquellos  fieles compañeros, que, en muchas ocasiones nos habían salvado la vida, caían en la arena de la playa bajo nuestras balas. Algunos intentaban escapar mar adentro, donde eran abatidos por nuestros marinos. Otros, desesperados, intentaban aferrarse, con sus pezuñas, a las rocas, antes de ser tragados por el mar. Unos pocos equinos intentaron subir por el camino de tierra, muriendo a bayonetazos. Descarga tras descarga fueron alfombrando aquel paraje fantasmagórico hasta que casi no se veía la arena. Solo sus relinchos de desesperación, al final, llegaron hasta nosotros. Entonces un oficial ordenó: Bajad y matad a los supervivientes. Usad bayonetas, no podemos gastar mas munición.  Yo iba a negarme cuando, Rod, un viejo herrero, mi maestro, me agarró mientras susurraba:
 -Vamos hijo, no hagas estupideces si no quieres acabar como ellos.
 Me arrastró con él hacia la playa.
 Efectivamente quedaban algunos vivos. Deambulamos entre ellos blandiendo nuestras bayonetas e hincándolas en su carne. Al poco, chapoteábamos en su sangre. Yo lloraba de frustración. Mis lágrimas casi no me dejaban ver. No obstante pude entrever como alguno de mis compañeros, fuera de sí, reía como loco, entre los cadáveres de los caballos, con un cuchillo en una mano y una botella de ginebra en la otra. Giré la cabeza horrorizado para ver a mi viejo maestro herrero dirigir su pistola contra si mismo y volarse la cabeza. Lo que sucedió en aquella playa maldita aquella noche de Enero de 1809 no se puede narrar con palabras. Abotargado por el alcohol, aletargado por el agotamiento, subí a un bote que me llevó a un navió de nuestra armada. Cuando llegué al barco caí sobre cubierta y perdí el sentido. Los marineros, al ver mi camisa empapada en sangre, creyeron que estaba herido, pero no. Estuve durmiendo casi un dia entero. Al cuarto dia divisamos Cornwall. Estábamos en casa.
 Desde aquel lejano tiempo intento olvidar. Ahora que mi vida se apaga se que no lo he conseguido. Y a pesar de dedicar mi vida al cuidado de los caballos, temo que Dios no me haya perdonado. Yo no lo he hecho.
 Hace unos años vino por mi herrería un antiguo oficial de mi regimiento. Hablamos como dos viejos camaradas de la guerra en España. Apuramos unos whiskys y me contó que, años después había vuelto, con su esposa, a visitar los parajes de tan terrible guerra. Me dijo que, estando en La Coruña, una señora que parecía tener mil años le había contado que, en las noches frías de invierno, si uno iba a la playa de San Amaro, y aguzaba el oido, podía escuchar, entre el murmullo de las olas, unos desesperados relinchos, que parecían proceder del mas allá.

4 comentarios:

  1. Me ha encantado el relato; además es una historia de la que no tenía ni idea

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  2. Gracias D. Vito.Viniendo de un lector tan avezado es todo un elogio. Gracias y recuerdos a la "famiglia".

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  3. Impresionante, me ha encantado y al mismo tiempo me he emocionado...casi lloro de tristeza por los pobres caballos y los remordimientos del narrador.

    ¡Un saludo!

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  4. Dynara: Te agradezco mucho tu comentario y tus halagos. Es un estímulo para seguir escribiendo. Saludos

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