Expresado ya el peligro de las parcialidades dentro del Estado, especialmente las que se fundan en distinciones geográficas, trataré ahora con más extensión de cómo debéis preservaros contra los inconvenientes del espíritu de partido en general. Por desgracia, dicho espíritu es inseparable de nuestra naturaleza, pues tiene sus raíces en las pasiones más fuertes del corazón humano. Bajo diversas formas existe en todos los gobiernos, más o menos sofocado, y más o menos contenido. Sus vicios se descubren, en toda su extensión, en los gobiernos populares, de los cuales es el peor enemigo. La dominación alternativa de las pasiones políticas, agitadas entre sí por el espíritu de venganza y las disensiones de partido es causa del espantoso despotismo que ha cometido los más horribles excesos durante muchos siglos en diferentes países. Esa dominación conduce a otro despotismo más visible y permanente, pues los desórdenes y miserias de aquél predisponen el espíritu a buscar seguridad y descanso en el poder absoluto de un individuo; y, tarde o temprano, el jefe de algún sector dominante, más hábil o más afortunado que sus rivales, acaba por aprovechar esa inclinación de los ánimos para elevar su poderío sobre las ruinas de la libertad pública. Sin contraer nuestras previsiones a extremos tales que, sin embargo, nunca deberán ser perdidos de vista totalmente, los continuados y generales males que trae consigo el espíritu partidista son lo bastante dolorosos para que un pueblo prudente mire con interés la obligación de contener sus estragos. El espíritu de partido trabaja constantemente por desorientar al pueblo y corroer la regularidad de los servicios públicos; agita la opinión con celos infundados y falsas alarmas; enardece las animosidades de unos contra otros; da ocasión a tumultos e insurrecciones; y abre los caminos por donde fácilmente penetran hasta el mismo gobierno las corrupciones e influjos extraños a través de las pasiones facciosas, sujetando a la política de otros la voluntad del país. Muchos opinan que los partidos que actúan en países libres son un freno útil para los gobiernos y contribuyen a conservar el espíritu de libertad. Esto es quizá verdad hasta cierto punto. En los gobiernos monárquicos el patriotismo puede mirar el espíritu de partido, si no con favor, al menos con indulgencia. Pero en los de carácter popular, en los gobiernos puramente electivos, no se debe fomentar ese espíritu, porque a la disposición natural de los mismos nunca faltará el espíritu de partido suficiente para todos los efectos en que sea laudable. Y como siempre hay peligro de que traspase sus límites, debe ponerse un discreto empeño en disminuirlo y mitigarlo mediante la fuerza de la opinión pública. El espíritu de partido jamás debe apagarse del todo; pero deberá ser objeto de una vigilancia constante para que no devore con sus llamas en lugar de caldear. Importa igualmente que los hombres encargados del gobierno de un país libre limiten su acción a las respectivas esferas constitucionales, evitando que en el ejercicio de los poderes ningún departamento usurpe las funciones de otro. El espíritu de usurpación tiende a concertar los poderes en uno solo, y crea de tal modo un verdadero despotismo, sea cual fuere la forma de gobierno. Está demostrado por la experiencia, tanto de los tiempos pasados como de los nuestros, y aun en nuestro mismo país, la necesidad de sujetar el ejercicio del poder político, dividirlo entre diferentes depositarios que se vigilen recíprocamente y que cada uno se constituya en protector del bien común contra las invasiones de los demás poderes, porque su conservación es tan importante como la institución del poder. Si el pueblo encuentra viciosa la distribución de los poderes constitucionales y desea modificarla, dejad que se corrija por el procedimiento que señale la Constitución. Jamás debe hacerse la reforma por medios ilegales, ni por usurpaciones que aunque pretendan el bien, destruyen a los gobiernos y causan el mal permanente de su ejemplo, superior a cualquier parcial o pasajero beneficio que reporten. La religión y la moral son apoyos necesarios para fomentar las disposiciones y costumbres que conducen a la prosperidad de los estados. En vano se llamaría patriota el que intentase derribar esas dos grandes columnas de la felicidad humana, donde tienen sostén los deberes del hombre y del ciudadano. Tanto el devoto como el mero político debe respetarlas y amarlas. Para establecer las conexiones que tienen con la felicidad privada y pública necesitaríamos llenar un tomo entero. Pero únicamente preguntaré: ¿Dónde hallar la seguridad de los bienes, el fundamento de la reputación y de la vida si no se creyera que son una obligación religiosa los juramentos prestados? Sólo a base de una gran cautela podríamos lisonjearnos con la suposición de que la moralidad pueda sostenerse sin la religión. Por mucho que influya en los espíritus una educación refinada, la razón y la experiencia nos impiden confiar que la moralidad nacional pueda existir eliminando los principios de la religión. Es una verdad, que la virtud o moralidad es un resorte necesario del gobierno popular. Esta regla se extiende ciertamente con más o menos fuerza a toda clase de gobierno libre. Siendo amigo verdadero de éste, ¿cómo se podrá ver con indiferencia las tentativas que se hagan para minar las bases de su establecimiento? Promoved, pues, como un objeto de la mayor importancia las instituciones para que se difundan los conocimientos. Es esencial que la opinión pública se ilustre en proporción de la fuerza que adquiere por la forma de gobierno. Es también condición importante para el sostenimiento de un gobierno conservar el crédito público, manantial de fuerza y seguridad. Uno de los medios para conseguirlo es usar de él lo menos posible y eludir gastos innecesarios, procurando mantener la paz, pero sin olvidarse de que haciendo algunos desembolsos para conjurar el peligro, se ahorran luego mayores gastos para repelerlo; también evitar que se acumulen deudas, no sólo huyendo de las ocasiones de gastar, sino haciendo vigorosos esfuerzos en tiempo de paz para pagar las deudas que hayan ocasionado las guerras inevitables, y no cargar a la prosperidad, de un modo poco generoso, con un peso que nosotros debemos soportar. Si bien la ejecución de estos principios corresponde a vuestros representantes debe sin embargo cooperar a ello la opinión pública. Para que puedan estos cumplir con sus obligaciones con más facilidad es indispensable que tengáis presente siempre, que para pagar deudas se necesitan rentas, que para tener estas son necesarios impuestos; que no hay impuesto que no sea más o menos incómodo o desagradable; que la dificultad intrínseca que acompaña la elección de los objetos que se han de gravar (elección siempre difícil), debe servir de un motivo decisivo para juzgar con prudencia de las intenciones del gobierno que la hace, e igualmente para reposar en ella y soportar los medios que las necesidades públicas pueden exigir en cualquier tiempo, a fin de obtener rentas para obtenerlas. Observad con todas las naciones los principios de la buena fe y de la justicia. Cultivad la paz y armonía con todas ellas. Es la conducta que ordena la religión y la mora; ¿y sería posible que no la ordenase igualmente la buena política? Digna será esta conducta de un país ilustrado y libre, que no está muy distante del momento en que ha de ser grande, y que debe dar al género humano el ejemplo magnífico de guiarse constantemente por la justicia y la benevolencia más elevadas. ¿Quién puede dudar de que, con e curso del tiempo y las cosas, no compensasen los frutos de un plan semejante los perjuicios pasajeros que resultasen se su adopción? ¿Será posible que la Providencia no haya vinculado la felicidad de una nación a su virtud? Los sentimientos que más ennoblecen a la naturaleza humana nos aconsejan al menos hacer la experiencia. ¡Ah! ¿La hará tal vez nuestros vicios impracticable? Nada sería tan esencial para la ejecución de semejante plan como cultivar unos sentimientos justos y amistosos hacia todas las naciones extranjeras, excluyendo toda clase de antipatías y ciegas pasiones. La nación que quiere o que aborrece sistemáticamente a otra es de algún modo esclava de ella. Es esclava de su odio o de su afecto, lo cual basta para desviarla de su interés y de sus obligaciones. La antipatía entre dos naciones las predispone con mayor facilidad a insultar y agraviar, a ser altivas e intratables cuando sobreviene alguna disputa, por leve que sea. De aquí resultan choques frecuentes y feroces guerras, envenenadas y sangrientas. Una nación dominada por el odio o resentimiento, obliga a la vez al gobierno a entrar en una guerra opuesta a los mejores cálculos de la política. El gobierno participa unas veces de esta propensión nacional, y adopta por la pasión lo que la razón repugnaría; otras veces instigado por el orgullo, la ambición u otros motivos siniestros y perniciosos hacer servir la animosidad nacional a los proyectos hostiles. Por esta causa muchas veces la paz de las naciones se ha sacrificado, y acaso también, en algunas ocasiones su libertad. La pasión excesiva de una nación a otra produce una variedad de males. El afecto a la nación favorita facilita la ilusión de un interés común imaginario donde verdaderamente no existe, e infunde en la una las enemistades de la otra y la hace entrar en sus guerras sin justicia ni motivo. Impele, también, a conceder a la nación favorita privilegios que se niegan a otras, lo cual es capaz de perjudicar de dos modos a la nación que hace las concesiones; a saber, desprendiéndose sin necesidad de los que debe conservar y excitando celos, mala voluntad y disposición de vengarse en aquellas a quienes rehúsa este privilegio. Da también a los ciudadanos ambiciosos, corrompidos o engañados (que se ponen a la devoción de la nación favorita), la facilidad de entregar o sacrificar los intereses de su patria sin odio y aún algunas veces con popularidad, dorando una condescendencia baja o ridícula de ambición, corrupción o infatuación con las apariencias de un sentimiento virtuoso de obligación, de un respeto recomendable a la opinión pública o un celo laudable por el bien general. Tales pasiones son temibles particularmente al patriota ilustrado e independiente, que ve en ellas innumerables entradas al influjo extranjero. ¡Cuántos medios no proporcionan para mezclarse entre las facciones domésticas, para ejercitar las artes de la seducción, para desviar la opinión pública y para influir y dominar los consejos! Un afecto de esta clase de nación pequeña, o débil, a otra grande y poderosa irremediablemente la constituye su satélite. Conciudadanos míos: Les suplico que me creáis; la vigilancia de una nación libre debe estar siempre despierta contra las artes insidiosas del influjo extranjero, pues la historia y la experiencia prueban que este es uno de los enemigos más mortales del gobierno republicano. Mas esta vigilancia debe ser imparcial para que sea útil, pues de otro modo viene a ser el instrumento de aquel mismo influjo que intenta evitar. El afecto excesivo a una nación, así como el odio excesivo contra otra, no dejan ver el peligro sino por un lado a los que predominan, y sirven de capa y aun ayudan a las artes del influjo de una u otra. Los verdaderos patriotas que resisten las intrigas de la nación favorita, están expuestos a hacerse sospechosos y odiosos, mientras sus instrumentos y aquellos a quienes alucinan, usurpan el aplauso y confianza del pueblo cuando venden sus intereses. La gran regla de nuestra conducta respecto a las naciones extranjeras, debe reducirse a tener con ellas la menor conexión política que sea posible, mientras extendemos nuestras relaciones comerciales. Que los tratos que hemos hechos hasta ahora, se cumplan con la más perfecta buena fe. Pero no pasemos de aquí. La Europa tiene particulares intereses que no nos conciernen en manera alguna o que nos tocan muy de lejos. De ahí el que se vea envuelta en disputas frecuentes que son esencialmente ajenas a nosotros. Sería, pues, imprudente mezclarnos a las vicisitudes de su política o entrar en las alternativas y choques inherentes a su amistad o enemistad sin tener nosotros un interés directo. Nuestra situación geográfica nos aconseja y permite seguir un rumbo diferente. No está distante la época en que podamos vengar los ataques anteriores, si permanecemos bajo un gobierno activo en que podamos tomar una actitud que haga respetar escrupulosamente la neutralidad a que nos hubiésemos determinado; en que las potencias beligerantes, imposibilitadas de hacer conquistas sobre nosotros, no se arriesgarán con ligereza a provocarnos; en que podemos elegir la guerra o la paz, según lo aconsejare nuestro interés dirigido a la justicia. ¿Por qué perder las ventajas nacidas de nuestra especial situación en el globo? ¿Por qué unir nuestros destinos a los de cualquiera parte de Europa, comprometiendo nuestra paz y prosperidad en las redes de las rivalidades, intereses y caprichos europeos? Nuestra política debe consistir en retraernos de alianzas permanentes hasta donde seamos libres de hacerlo, sin que por esto patrocine yo la infidelidad a los tratados existentes. Tengo por máxima, igualmente aplicable a todos los asuntos públicos o privados, que la honradez es siempre la mejor política. Teniendo cuidado de impulsar las medidas y los establecimientos adecuados a fin de mantenernos en estado de defensa, podremos luego apelar a momentáneas alianzas en los casos de apuro extraordinario. La política, la humanidad y el interés común recomiendan la buena armonía y amistosas relaciones con todos los países. Nuestra política mercantil se debe apoyar en la igualdad e imparcialidad, sin solicitar ni conceder beneficios especiales ni preferencias: consultando el orden natural de las cosas difundiendo y diversificando por medios suaves los manantiales del comercio, sin forzar cosa alguna; estableciendo para dar al comercio una dirección estable, definir los derechos de nuestros comerciantes y proporcionar al gobierno los medios de sostenerlos, reglas convencionales de comunicación, las mejores que permitan las actuales circunstancias y la opinión mutua, pero momentáneas y susceptibles de variarse y abandonarse según lo exigiesen las circunstancias; teniendo siempre presente que es una locura esperar de otra nación favores desinteresados; que lo que acepte bajo este concepto será preciso que lo pague con una parte de su independencia; que admitiéndolos se ponen en precisión de corresponder con valores reales por favores nominales, y aun a que se les trate de ingratos porque no dan más. No puede haber error mayor que esperar o contar con favores verdaderos de nación a nación. Es una ilusión que la experiencia debe curar, que un justo orgullo debe arrojar. Cuando os ofrezco, paisanos míos, estos consejos de un viejo y apasionado amigo, no me atrevo a esperar que hagan una impresión tan duradera como quisiera, ni que contengan el curso común de las pasiones o impidan que nuestra nación experimente el destino que han tenido hasta aquí las demás naciones; pero si puedo solamente lisonjearme que produzcan alguna utilidad parcial, algún bien momentáneo, que alguna vez contribuyan a moderar la furia del espíritu de partido, a cautelaros contra los males de la intriga extranjera y preservaros de las imposturas del patriotismo fingido; esta esperanza compensará suficientemente mi anhelo de vuestra felicidad, único móvil que me ha estimulado a dictarlos. Los archivos públicos y otras pruebas de mi conducta acreditan hasta qué punto los principios que acabo de recordaros me guiaron en el desempeño de mi cargo. Por lo que a mí me toca mi conciencia me asegura que por lo menos he creído haberme dirigido por ellos. Con respecto a la guerra, que todavía subsiste en Europa, mi proclama del 22 de abril de 1793 es el índice de mi plan. El espíritu de esta medida sancionada por vuestra aprobación y por la de vuestros representantes en ambas salas del congreso continuamente me ha gobernado, sin que haya influido cosa alguna para obligarme a abandonarlo. Después de un maduro examen auxiliado de los mejores conocimientos que pude adquirir, me persuadí de que en todas las circunstancias del caso, nuestro país tenía derecho y estaba precisado por la obligación y el interés a tomar una posición neutral. Habiéndola tomado resolví mantenerla con moderación, constancia y firmeza. No hay necesidad de exponer aquí los pormenores y consideraciones relativas al derecho de guardar esta conducta. Sólo diré, que, según mi modo de entender en la materia, lejos de habérsenos negado este derecho por algunas de las potencias beligerantes, ha sido reconocido virtualmente por todas. La obligación de tener una conducta neutral, se deduce sin buscar otras razones, de la obligación que la justicia y la humanidad imponen a toda nación que se halla en libertad de determinar y de mantener inviolables las relaciones de paz y amistad con otras naciones. Los motivos de interés que tenemos para esta conducta será mejor dejarlos a vuestra propia reflexión y experiencia. Una razón dominante para mí ha sido el ganar tiempo, a fin de que se consoliden en nuestro país sus instituciones todavía nuevas, y que progrese, sin interrupción, el grado de fuerza y consistencia necesarias para que disponga, hablando humanamente, de su propia suerte. Aunque revisando los actos de mi administración, no me parece haber cometido ningún error voluntario, sin embargo, por conocer bastante bien mis defectos, reconozco que acaso incurrí en muchos yerros. Cualesquiera que fuesen, ruego al Todopoderoso que mitigue los males a que puedan haber dado lugar, y aun abrigo la esperanza de que mi país se mostrará en esta parte indulgente conmigo. Los servicios que por espacio de cuarenta y cinco años le he prestado con el mayor celo y rectas intenciones, me inducen a creer que se legarán al olvido mis involuntarias culpas, al retirarme de la vida pública. Confiando en esa bondad de mi país, y poseído de un ardiente amor hacia él, tan natural en el hombre que en esta tierra tuvo su cuna y la de sus padres por muchas generaciones, me regocijo anticipadamente al pensar en el tranquilo retiro donde pienso entregarme al reposo, a fin de disfrutar, entre mis queridos conciudadanos, de la benéfica influencia de sabias leyes, bajo un gobierno libre, objeto favorito de mis constantes deseos y la más dulce recompensa que puedan alcanzar nuestros mutuos afanes y peligros.