Llegué a la altura de la heladería italiana en la avenida coruñesa de La Marina. Era verano y mediodía. Una combinación mortal.
De todas formas no me dejé vencer. Y con mi sombrero calado aparqué mi silla de ruedas al lado de la única mesa libre que quedaba en la terraza. Pedí, como no, un helado de limón mientras contemplaba ensimismado la Casa Molina.
Me di cuenta de pronto que me había quedado solo ante el peligro en aquella terraza a pleno sol.
En ese momento una pareja joven se sentó en otra mesa. Pude oír como él le explicaba a ella la historia (leyenda incluida) de la Casa Molina.
Construida en la segunda decena del siglo XX por el padre del que luego sería alcalde de La Coruña, Alfonso Molina, fue sede de una naviera propiedad de la familia. Esta, por orden de Alfonso XIII, había ayudado a repartir cartas náuticas a submarinos alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Y esto lo hacía el rey, como otras cosas menos confesables, a espaldas de su esposa, la británica Victoria Eugenia.
Como esta historia ya me la sabía, me quedé dormido...
Un disparo procedente del interior del edificio me despertó sobresaltado.
Pude ver salir corriendo a un tipo con pinta de submarinista de la época de la primera guerra mundial. Se subió a un bote de goma en el que había otros tripulante que se pusieron a remar mar adentro. Yo miraba incrédulo...
... hasta que el camarero me despertó para cobrarme.

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