Me disponía yo a emprender mi escritura semanal - en forma de diario creativo -. Para ello entré, a primera hora del domingo, en mi cafetería ferrolana habitual.
Escribir no es fácil. Es, incluso, agotador.
Pedí un té y me puse a ello. En esta tarea estaba cuando sentí frío. Un frío impropio de esta primavera.
Este frío hizo que me acurrucara en mi ropa y que, por un momento, levantara la vista.
Entonces lo ví. La cafetería ferrolana ( con Jazz de fondo ) se había convertido en un viejo café. Un café parisino de los años 20
En mi mesa, junto a mí, se sentaba un tipo joven y corpulento. Pidió un vaso de vino, lo que me sorprendió. Me fijé en el tipo. Era ¡ Ernest Hemingway !. Su expresión socarrona era inconfundible.
- Bebiendo eso nunca llegarás a ser un buen escritor- me dijo mientras sus ojos saltaban del té a las cuartillas.
Yo no sabía que decir.
Él Iba por su quinto vaso cuando se le soltó la lengua. ¡ Todavía más !
Me hablo de Josephine Baker y de su manía de acudir a fiestas ataviada, únicamente, con un abrigo de piel. Abrigo que sólo se abría cuando bailaba pegada a él.
Me habló de Sylvia Beach y de su librería , Shakespeare and Company. Me contó de Gertrude Stein y de su amante Alice Toklas. Me dijo que odiaba a Zelda Fitzgerald por lo que le hacía a su amigo F. Scott. Y me alabó a ese París que, para él, era una fiesta.
Yo notaba que, poco a poco, me iba entrando sueño. Tenía que ser el frío porque aquella conversación me apasionaba.
En esto el camarero me despertó.
Volvía a estar en mi cafetería favorita de Ferrol. Ante mi té. Todo parecía seguir igual. Todo excepto que Ernest no estaba. Y que mis folios se habían convertido en un libro. Este libro
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