El Almirante se levantó pesadamente de su silla. Poco quedaba de aquel joven y entusiasta oficial que, décadas atrás, había participado en el desastre sangriento (jornada gloriosa lo llamaban quienes no habían estado allí) de Trafalgar.
Recordaba cuando había salido de Cádiz su navío -el San Juan Nepomuceno- y recordaba la arenga (súplica fúnebre más bien) que les había dirigido a sus oficiales el Almirante Churruca.
También recordaba vomitar por la borda a causa de los nervios -el miedo, decían los veteranos-.
Luego recordaba unas yardas más adelante la cara de una sirena que, bajo el agua y nadando a la misma velocidad de su navío, le decía sin palabras:
- Hoy vas a vivir el peor día de tu vida. Vas a madurar entre cañonazos y sangre. No morirás, yo me encargaré de ello, pero ya nada será igual.
Luego los recuerdos son confusos. Explosiones y gritos: conmoción. Se vio a si mismo con el Almirante en brazos, tratando inútilmente parar la hemorragia del muñón de su comandante. Todos los recuerdos le atenazaban mientras dirigía su mirada perdida hacia el arsenal donde intentaban reconstruir una escuadra perdida décadas atrás. Lo más difícil sería reconstruir los ánimos que habían quedado despedazados por una nefasta política naval. Conceptos como heroísmo y honor se habían ido a pique con la escuadra española. Ideas como las de Jorge Juan y Patiño parecían tan lejanas...
En esto vio su imagen reflejada en el cristal de su despacho. Era tan viejo... Las heridas habían hecho estragos en su alma.
Estas reflexiones tan venenosas fueron interrumpidas por una voz al otro lado de la puerta:
- ¿Da Vuestra Señoría su permiso?
- ¡Pasad!, ladró el Almirante.
Lo que vio ante si lo paralizó. Un joven oficial muy parecido a si mismo hace décadas. Seguro que este tendría su propia Sirena, una Sirena que él no veía desde que era un joven oficial y creía en altos ideales.
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