CRUZANDO LA TEMPESTAD

 Allí se erguía el Capitán. En el Alcázar, dando ejemplo. Su uniforme presentaba manchas de sangre. Los pequeños fragmentos de madera - arrancados por los cañonazos ingleses en el reciente combate de Trafalgar - los habían producido. Pero el Capitán no los sentía. No se quejaba. La adrenalina todavía recorría su cuerpo. Y los recuerdos también .  Todavía podía ver como, por orden de Churruca, la bandera era clavada en el Navío San Juan Nepomuceno, justo antes de ser atacado por seis buques ingleses, para que no se arriara. Él había ordenado hacer lo mismo. También vió como el mismísimo Brigadier Churruca metía el muñón de su recién arrancada pierna en un cubo de serrín. ´El había intentado - infructuosamente - ayudar a su camarada. Pero no había podido.

 Sin duda - a estas alturas - el Brigadier habría muerto desangrado.  Si  el navío había sido apresado es que Churruca había muerto. Todo había terminado. Lo mejor de la Escuadra Española se había perdido en las aguas del Estrecho. Él la había visto arder.
 Pero el Navio del Capitán había conseguido romper el bloqueo - a costa de cientos de bajas....- Aún no sabía cuantas ( no había, todavía, un recuento definitivo, pero los cirujanos trabajaban a destajo para salvar vidas. No podía volver a Cádiz. Por eso puso rumbo a Ferrol. La tempestad se había desatado y le obligó a atravesarla, poniendo las velas en facha. Con todos los gavieros sanos - no muchos - ayudando en la maniobra, se dirigió hacia el Norte.
 Para lo que había vivido en las horas anteriores no lo habían preparado en la Real Compañía de Guardiamarinas.
 De repente el temporal se calmó. Miró por estribor y le pareció ver el delicioso rostro de una sirena. Una sirena morena y bellísima que le sonreía. Su Sirena. Él Estaba vivo y había cumplido con su deber. Una sensación de calmada satisfacción le invadió. Ya habría tiempo para llorar a los caídos. A solas. En su cámarote.