Había llegado a Córdoba muy cansado. Me había recibido mi amigo Rafa (mi guía) y me había llevado a ver el símbolo cordobés por excelencia, el Cristo de los Faroles. Era al mediodía y la luz del sol incidía directamente sobre la imagen. Los faroles estaban apagados y la magia que, según la leyenda lo rodea, también.
Lo contemplé un momento y enseguida me fui a descansar a mi residencia, recordando lo que mi amigo me había contado sobre el Cristo. Era por la tarde y hacía demasiado calor.
De madrugada me desperté y me sentí nervioso y agobiado aún por el calor de aquella noche de finales de agosto. ¿Cómo se vería ahora el Cristo, nada espectacular a la luz del sol? La leyenda hablaba de que era hermoso iluminado por los faroles que lo rodeaban. Decidí salir a tomar el fresco.
Callejeando por la solitaria Córdoba a esas horas, iba sumido en mis pensamientos rememorando los datos que Rafa me había contado. Fui a parar a una pequeña plaza donde, iluminado, se encontraba el Cristo de los Faroles.
El Cristo de los Faroles |
Una fuerza inexplicable pero poderosa me empujó hacia los pies del crucificado. El resto de la plaza estaba a oscuras. Solo en el centro ocho faroles rodeaban la cruz. Detrás a mi derecha intuí una figura que se había detenido a mi lado. Era un hombre delgado y elegante, que me dijo con voz profunda y como de ultratumba:
- Hola, me llamo Manuel. No te pierdas la gran noticia que en unas horas aparecerá en todos los periódicos. Yo ahora me tengo que ir.
Cuando me di la vuelta lo vi desaparecer rápidamente en la oscuridad. No le di importancia y me pareció una mala jugada de mi imaginación. Dejé la plaza y seguí perdiéndome por Córdoba la llana.
Horas después fui a parar a mi taberna, que ya estaba abriendo. Pedí un café con leche, lo que extrañó al afable tabernero, y la prensa. Me dijo:
- No te vas a creer lo que viene en la prensa hoy.
Me lanzó con desgana el periódico que ponía: MANOLETE HA MUERTO. Seguía la noticia contando que había sido cogido ayer en la plaza de Linares...
Manolete era muy devoto de la Virgen de los Dolores, pero solía detenerse ante el Cristo de los Faroles en su camino a la iglesia que se encuentra en esta misma plaza.
El Cristo tiene cuatro clavos, uno en cada pie y uno en cada mano, en vez de tres que es como se representaba en el siglo XVIII. Su autor fue Juan Navarro por encargo del padre franciscano Fray Diego José de Cádiz. Su advocación es el Cristo de la Misericordia y de los Desagravios. Fue tallado en piedra a finales del XVIII.
Los cordobeses son muy devotos de este Cristo y, a la caída de la noche bajo una luz tenue, el silencio se ve interrumpido por los que se detienen a rezar, encender una vela o dejar un ramo de flores a sus pies.
Dedico esta entrada y todas las que haga sobre Córdoba a mis amigos Javi, Rafa y la maravillosa Toñi, que me enseñaron su Córdoba de tal manera que hicieron que me enamorase de ella y les prometiera volver. Recomiendo sus servicios a todo aquel que quiera conocer la ciudad de forma diferente.
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